Catástrofe y Política: sobre la urgencia de salir del capitalismo.

Luis Emilio Téllez Contreras

Catástrofe

El sentimiento de la época presente difícilmente lo podríamos caracterizar de optimista, a diferencia al menos de aquellos momentos de la historia en los que existe una sensación generalizada de avance y bonanza cual Belle époque cuando, aunque grandes sectores de la población sufrían en sus espaldas ese “progreso” esperanzador, existen expectativas de un futuro que promete; en contraste con esto, desde hace poco más de un lustro, marcado por la llegada de la crisis y las tensiones entre las potencias a nivel internacional, todo apunta a una situación de degradación social y agudización de conflictos. Pero la cosa puede, con mucha seguridad, ir más allá de una mala temporada en el siglo XXI, pues el signo que empieza a asomar en el presente es el de las catástrofes. Entre ellas la más acuciante es la ecológica que ya se presenta como una inocultable devastación planetaria acelerada, producto de la dinámica de acumulación de capital a nivel mundial, así como las consecuencias del consumismo complementario de las grandes urbes; pero también tenemos a la vista las cada vez más recurrentes tensiones internacionales por la dominación de mercados y el control de territorio, donde se encuentran grandes yacimientos de hidrocarburos por ejemplo (un caso claro fue la última tensión entre Rusia y la Unión Europea por los gaseoductos que atravesaban Europa Oriental); por otra parte tenemos el ascendente movimiento de grandes masas de migrantes a los países “desarrollados” y la oposiciones de derechas nacionalistas y fascistas que ganan terreno en la población afectada por la crisis de esos países y que exigen la expulsión de estos a través de políticas y acciones xenófobas. Así, las catástrofes cíclicas del sistema económico generadas por las crisis, como la de 2008 que atizan el desempleo, la marginación y la pobreza, forman caldos de cultivos que actualmente pueden preparar destrucciones sociales de mayores dimensiones. El mundo presente quizá ya no tiene muy claro en la memoria la idea de la destrucción global real y total, que se vivió durante la primera y segunda guerra mundial o la perfilada en las tensiones que generaba la posible devastación nuclear durante la guerra fría; en el presente, sobre las masacres reales del mundo se levanta el telón de las imágenes apocalípticas producto de las grandes producciones industriales del entretenimiento, donde la repetición de las imágenes de la destrucción llenan la sensibilidad del telespectador con la cotidianidad del fin del mundo, ideológicamente dirigido hacia la idea de que el productor de esa catástrofe es un agente externo (un gran meteorito), como si fuera simplemente la contingencia a la que está expuesto el universo lo que borraría de un plumazo a la humanidad y no las contradicciones internas producidas por la dinámica social. Esta repetición parece más una función inconsciente de acostumbramiento y resignación a la catástrofe que tiene los que dirigen los derroteros del mundo, antes que escudriñar las causas inmanentes de esa posibilidad. La idea de la vida como inseguridad, como contingencia, juega un papel importante en esta lógica, ya que el concepto de inseguridad social del individuo es una eje desde el cual el neoliberalismo logró hacer triunfar sus pretensiones convirtiéndolas en políticas de Estado y asentándolas en el sentido común, forjado en la pasividad de grandes sectores desencantados y desorganizados. La catástrofe se naturaliza a través de una ideología del caos y de la hiperrealidad de la pantalla, sustentando la idea de que las decisiones no son tomadas por nadie y los destinos de la voluntad no nos lleva a puerto seguro, ni pueden ser visualizados con antelación los fines de la sociedad. La batalla ideológica está pues en hacer ver la inmediatez de la catástrofe, la forma en que sus expresiones actuales son causas entrelazadas de una mayor, la sociedad capitalista, dentro de la cual no hay salida humana posible.

Política

Sólo a través de fuerzas políticas reales y activas es posible cambiar el rumbo de esta situación, pero no fuerzas cualquieras, sino organizaciones que además de construirse para poder pasar a la ofensiva, deben tener clara una ruta de ruptura con la situación presente, es decir, una hipótesis revolucionaria que les permita guiar sus esfuerzos en la dirección conveniente. Hemos visto en los últimos años levantamientos populares que son potencialmente procesos revolucionarios que tienen la capacidad de derrocar gobiernos y organizar a amplios sectores de los trabajadores, sin embargo, estas se vuelven políticamente limitadas al momento de plantear, por ejemplo, una nueva constituyente o un gobierno del pueblo y los trabajadores en la perspectiva de la ruptura con el capitalismo. La idea de un gobierno del pueblo lo puede generar la socialdemocracia o hasta partidos progresistas y nacionalistas, pero la dirección de ruptura con el capitalismo sólo es capaz de darse desde una posición de izquierda y revolucionaria. Sin embargo, lo que las izquierdas revolucionarias buscan con mucha razón en este momento histórico es salir a flote, poder ser visibles a amplios sectores de la población y hacerse en la práctica en las calles y de ser posible en el parlamento, una fuerza de intervención real y consecuente, pues de otra manera, esta condenada a quedar al nivel de las luchas anecdóticas. La izquierda reformista, fundamentalmente en Europa ha ocupado el lugar de los neoliberales en la gestión y sanación del capitalismo, frente a la que se levantan nuevas formaciones políticas con gran apoyo popular como Syriza en Grecia y Frente de Izquierdas en Francia, que programan una ruptura con las políticas dominantes de la UE, pero que parecen no perfilar de manera clara un rompimiento con el sistema; en América Latina, por su parte, el impulso de gobiernos de izquierda muestra cansancio y empieza a dejar ver sus contradicciones no resueltas y las dificultades para una unidad latinoamericana dentro de los límites del capitalismo. La idea fundamental de este escrito es que no podemos esperar hasta después del diluvio para querer transformar de raíz la sociedad, sino que debemos evitar la catástrofe para poder plantear un horizonte emancipatorio. Se entenderá que una fórmula tal como “socialismo o barbarie” planteada en la actualidad no responde a la visión catastrofista clásica, que prevé la oportunidad que abre una supuesta “crisis terminal del sistema” para pasar a la ofensiva directa por la construcción del socialismo; el catastrofismo que se plantea es, en todo caso, el de evitar esa crisis que muy probablemente crearía condiciones insostenibles, no ya para hacer política emancipatoria, sino para la vida humana mínimamente digna.

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